Un viaje fascinante del escritor y periodista Carlos Espinoza por esa región de 25 mil kilómetros cuadrados en la provincia de Río Negro. La Patagonia en su belleza extrema.
(Por Carlos Espinosa).- El suelo es rocoso y desparejo, y está casi completamente cubierto por agresiva vegetación repleta de espinas. El horizonte, plano y distante, no permite sospechar que esa aparente monotonía sea, de tanto en tanto, alterada por cañadones ocultos a simple vista, donde las lluvias forman lagunas que reúnen a diversas aves, dejan abrevar a ovejas y guanacos, y hacen florecer el charcao rodeado de coirones, entre bosquecillos de molles.
Estuvimos en la Meseta de Somuncura, en la zona cercana al paraje Comicó. Los primeros sesenta kilómetros, bajando al sur desde Los Menucos, fueron serenos sobre una ruta de ripio liviano y trocha ancha. Pero después, al dejar atrás el pueblito, comenzó la trepada por huellas de un solo carril, donde la fiel y robusta Toyota 1993, de doble cabina y tracción en las cuatro ruedas, se hamacaba y crujía, haciendo vibrar sus 91 caballos de fuerza.
Hubo que estar vigilantes, sin dejarnos vencer por la fatiga del viaje inicial en camioneta ni por el cansancio de posteriores caminatas de dos y tres horas de duración. Tampoco podíamos ser dominados por la ansiedad del viajero convencional, que espera atracciones monumentales.
Somuncura (donde “la piedra suena”, seguramente por efecto del viento) es un territorio fascinante para la mirada sensible, para quienes disfrutamos de la naturaleza en estado puro, en un medio agreste y árido, de amplitud sin límites, donde no existe el eco y los sonidos se pierden en la distancia.
La meseta deja descubrir sus numerosas lagunas pluviales, guijarros de colores sorprendentes, murallas rocosas de formas caprichosas, una variada fauna autóctona que varía entre minúsculas lagartijas y majestuosos guanacos y ñandúes, con astutos zorros colorados de los que sólo podemos observar sus pisadas en el terreno arenoso, porque en las horas de luz solar se esconden en sus guaridas, al igual que los piches o armadillos.
Nos llamaron la atención, como reliquias inquietantes de un pasado no tan lejano, las grandes construcciones en piedra pura, que habitaron mapuches, tehuelches y paisanos hace un siglo. La tapera de los Inalaf, en un punto alto, y las casas de un conjunto familiar de los Calfuquir, junto a su laguna, son testigos de la época en que las comunidades indígenas eran obligadas a desplazarse de sus emplazamientos originales en los valles cordilleranos abrigados, del otro lado de los Andes, y de las riberas de los grandes lagos y ríos, en tierras que miran hacia el este.
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Carlos que buena la crónica del viaje al interior de la meseta y que logro la existencia de la APP. Nos permiten viajar a sitios increibles. Gracias !
Así es Jorge, nos vamos uniendo en la Patagonia para informar otras realidades, gracias a Claudio García y toda la gente de la APP. Por acá o por allá, estaremos firmes! Abrazo